Llegan los dos hombres a
tocar las campanas que anuncian la proximidad de un nuevo enfrentamiento.
Quiénes son sino los heraldos de una guerra inútil y cansada, cuyo origen yace
en el olvido de quienes la libran; inútiles y cansados también ellos, pobres de
razón y de entendimiento.
Y al oír el repicar de las
campanas todos corren. Corren el pastor y corre la cabra. Corre el mercader y
la mercancía. Corre la lavandera y corre la prostituta. Corre el niño y el
jornalero. Y así corre también aquella mujer, estorbándole las faldas y el
fecundado vientre, con inseguro tropel con los pies descalzos, sobre la arena y
bajo el sol, tan calientes uno como el otro.
Dejando atrás el lugar al
que no regresará nunca, cae fatigada esa mujer, a la mitad de la calle entre la
podredumbre y la tierra. No hay una sombra que dé amparo del sol, ni ese sol da
tregua, ni cuando oye los gritos de la mujer, a quien la naturaleza ha decidido
convertir en madre aquel mismo momento. Todos quienes la ven voltean la mirada,
como aquel que finge el sueño y la demencia ante la necesidad del otro. Sólo un
hombre se acerca. No sabe qué hacer, es tan ignorante de la vida como los son
todos los hombres.
Y solamente su Dios sabe
qué pasó. Entre la miseria, el hambre y la guerra, peor lugar para nacer no
puede imaginarse, pero ahí está, en sus manos aquel hombre sostiene a un varón,
todavía unido por el cordón a su madre. No se sabe quién llora más, si los dos
adultos o el recién nacido. Y aquel levanta la cabeza pidiendo agua…
¡Y yo miro cómo caen las
aguas y lavan a ese niño!
Ese hombre para de llorar,
sólo movido por el asombro y pregunta -¿De dónde has sacado tú el agua fría
para lavar a este niño?
Para un hijo, una madre tiene
lo que no tiene-Palabras estas que sólo pueden salir de la boca de una madre. Y
de aquella boca no pudieron salir otras más, porque se calló para siempre.
Y también observé, pero no
daba crédito, porque ese niño es blanco. ¡Blanco de la piel, como ninguno de
estos negros puede ser! Blanco como el alma del hombre que me lo ha entregado y
yo he aceptado recoger en mis brazos. Blanco como el cielo al que va la mujer
que le dio la vida… y ahora sí, todos vuelven la mirada, se acercan, se
agolpan, todos quieren ver al niño blanco que nació de una mujer negra.
Y yo sólo pido agua. Agua
para saciar la sed de este niño. Más agua porque las lágrimas no son
suficientes, ni las de ahora, ni las que mañana también por este niño
derramaré. ¿Quién se atreviera a interrumpir dos llantos como aquellos?
Y una voz preguntó -¿Sabes
tú cuánto vale la vida de ese niño?